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M. Night Shyamalan (El sexto sentido, El protegido, Señales, El bosque) se puso ya el listón muy alto con sus primeros trabajos, por eso asistir a una película tan irregular y fallida multiplica la decepción. La premisa sobre la que gira es altamente atrayente, incluso en los compases iniciales logra generar unas expectativas elevadas, pero esas sensaciones van quebrándose conforme avanza el film, culminado con un desenlace menos brillante de lo esperado. Y no puede servir de excusa la fidelidad al cómic en que se basa, Castillos de arena, de Pierre-Oscar Lévy y Frederick Peeters, seguramente más interesante si se valora como novela gráfica.
Prisca y Guy, junto con sus dos hijos, se disponen a pasar unas vacaciones de ensueño en un lujoso resort. Durante el desayuno, el gerente del complejo les propone visitar una playa paradisíaca, solo reservada a ciertos clientes. El propio chófer del hotel guía a las familias escogidas hasta ese maravilloso y recóndito paraje. Sin embargo, al poco de llegar empiezan a percibir algo extraño: los chicos comienzan a crecer y los adultos a envejecer rápidamente, porque allí cada hora equivale a varios años de sus vidas. Luchando contra el reloj, intentarán escapar de esta atractiva trampa mortal antes de que sea tarde.
Superados los preámbulos, las situaciones imprevisibles y sorprendentes se alternan con otras realmente inasumibles, a veces plasmadas de forma ridícula. En la manera de hilvanar las diferentes reacciones de los personajes se advierten detalles inconsistentes. Además, el guion parece seguir el manual de las cintas de terror adolescente al ir eliminado a los turistas atrapados, tornándose previsible y nada estimulante, al punto de que su discurrir, paradójicamente, resulta plomizo.
Los temas de fondo que se presta a explorar (el fluir del tiempo, aprender a no desperdiciarlo, lo efímero de muchos aspectos sobrevalorados, la muerte) quedan difuminados, y en su resolución apenas emergen los habituales destellos del talento de este reputado cineasta.
Justo lo contrario sucede con la realización, aquí sí se pone de manifiesto el contrastado oficio del director: los movimientos de cámara y los encuadres contribuyen a mantener una atmósfera inquietante, sin salvar el conjunto. Por lo que se refiere a la banda sonora, utiliza gratuitamente sonidos estridentes para subrayar aquellos instantes en los cuales el espectador debe sobrecogerse, acotando la transformación física de los protagonistas.
Del reparto, únicamente merece destacarse la interpretación de Vicky Krieps, que supera a sus compañeros, sin desmerecer la participación de Gael García Bernal; mientras el resto termina bastante desdibujado.